Homilía (21 de Julio)

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AMIGOS Y HERMANOS RADIOYENTES DE L.V. 14.

Hay una oración de San Francisco, que es muy hermosa, bastante conocida, y que es todo un programa de vida. La oración dice así: “Señor, hazme un instrumento de paz: donde hay odio que siembre amor; donde hay injuria que yo ponga perdón; donde hay duda que yo ponga fe; donde hay desesperación que yo ponga esperanza; donde hay tinieblas que yo ponga la luz; donde hay tristeza que yo ponga alegría. Maestro Divino: concédeme que yo no busque tanto ser consolado como consolar; tanto el ser comprendido, como el comprender; tanto el ser amado como el amar; porque dando es como recibimos; perdonando es como somos perdonados; muriendo es como nacemos a la vida eterna.” Esta oración de San Francisco y las dos lecturas que acabamos de leer en la Misa nos iluminarán nuestra reflexión de este domingo. Las lecturas son, como saben: la carta de Pablo a los Colosenses (c.1, 24-28) y el Evangelio de Lucas (c.10,38-42).

Para mejor comprenderlas vamos a tomar dos hechos de la semana que nos ha tocado muy de cerca. El primer hecho es el siguiente: la muerte de Doña Honorata, venerable anciana de 96 años. Sanagasta es el teatro de su vida. Fue maestra: todos la conocieron fue esposa y madre; fue apóstol incansable y un testigo de fidelidad a su madre la iglesia y a su pueblo hasta que cerró sus ojos. Su edad, casi centenaria, se fue cargando de sabiduría, de esa que nos habla la Biblia. Fue un testigo de madurez cristiana y un testimonio de servicio a sus hermanos. En ella se conjugó lo del Evangelio de hoy: la actividad de Marta con el alma contemplativa de María. Un testigo de la verdadera tradición y supo asumir el presente con sus cambios, tratándolos de iluminar con la Fe que la hizo cristiana allá en un lejano bautismo y que su madre la Iglesia se la fue alimentando hasta ungirle sus sentidos para despedirla a la Casa del Padre de los Cielos.

La Rioja y esta Iglesia de Cristo, recogen una vida cristiana madura, convertida en sabiduría para la comunidad que aún continuamos caminando. El segundo hecho es el siguiente: otra muerte: es la de una joven esposa y madre: tenía 36 años. Se llamaba Olga Ortiz Sosa de Teper. Le decían “Negrita”. La muerte nos lleva a dos hermanas nuestras de la Comunidad. Una anciana y otra joven. Olga es sorprendida en la plenitud de su juventud y de su responsabilidad de esposa y de madre. Un hogar y una comunidad han vivido profunda- mente la partida de “Negrita” como la llamaban. Pero ante la dolorosa verdad de su muerte, brilló la gozosa verdad de la Fe cristiana. En ella la muerte fue el signo de la vida y de la Pascua. El dolor, tan difícil para la comprensión humana, se hizo purificador, redentor, reconciliador. La de Olga, se convirtió en un anuncio de Buena Nueva, para todos los que vivieron el proceso de su dolorosa enfermedad y su partida a la eternidad. El testimonio de esta muerte se convirtió en una reflexión muy profunda para todos los que la vieron partir. La Eucaristía que diariamente la alimentaba, la convirtió en una misionera de su Evangelio desde la cama. Diría que su último sermón fue su muerte a su despedida de la comunidad parroquial. Un niño pobre, enfermo y muy cercano a su cama, estando casi agonizando, fue el mejor pedido para que se lo atendiera.

Después de su partida, no sólo queda un piadoso, cariñoso e inolvidable recuerdo, sino un evangelio hecho vida en una mujer joven, esposa y madre. Queda un regalo para su esposo, sus hijos, su madre, sus familiares y para la comunidad.

Así mueren los justos. Como murieron Doña Honorata y Olga. Así mueren tantos hermanos nuestros, en el silencio y en el olvido de los hombres, pero que sus vidas quedan como regalos de Dios para un pueblo.

Así debemos mirar, en profundidad, el Año Santo y sus exigencias de reconciliación y renovación de la vida personal, familiar y como pueblo.

Nuestras hermanas Honorata y Olga, no lo dudamos, han sido instrumento de Dios para que muchos resentimientos se disipasen; muchas vidas se cuestionaran; muchos interrogantes surgieran cómo llevamos nosotros la propia vida. Si tocamos con las manos la carne dolorida por estas muertes, también hemos experimentados la presencia viva de Dios en su pueblo.

Nuestras hermanas, Honorata y Olga han tenido la misión de ser nuestros predicadores del Evangelio con el dolor y con la muerte.

Muertes así, con gracias que Dios siembra en el camino para que reflexionemos y analicemos nuestras vidas y la escala de valores que tenemos.

San Pablo nos dice: “…Cristo es para ustedes la esperanza de la gloria. Nosotros anunciamos a ese Cristo: amonestamos a todos, enseñamos a todos, con todos los recursos de la sabiduría, para que todos lleguen a la madurez de la vida cristiana.” Si en nuestra hermana Honorata recogemos una vida madura, no sólo por los años sino por la madurez de la vida cristiana, también en Olga recogemos una vida en la plenitud de su juventud, madurada por el dolor y la fidelidad a su fe. Sus muertes son un testimonio.

Amigos: todos tenemos que acercarnos ante hermanos que mueren así, con la actitud acogedora de saber escuchar la voz de Dios que nos habla desde lo más hondo de nuestras conciencias. Somos administradores de la vida y no dueños. Bendecimos a Dios este regalo que nos hace a la comunidad riojana. No lo dudo. Estas muertes se convierten en bendiciones y en signo de vida para nuestro pueblo. Advirtamos que estos son signos de este año santo. Hay que purificar la fe para poderlos comprender. Más allá de las debilidades humanas, brilla la esperanza cristiana. Esta esperanza no es una utopía ni una evasión de la vida y de los compromisos concretos que tenemos. Si San Pablo urgía a sus comunidades a la “madurez cristiana”; ese mismo ministerio y esa misma misión tenemos para con nuestra comunidad diocesana. Si llamamos a la “reconciliación y a la renovación” no lo es como un simple deseo sin sentido de la realidad, sino como una tarea ineludible para todos. Que el Señor no nos tenga que dar una gracia fuerte como lo es el dolor para que superemos todo lo que divide y separa.

Si hacemos una reflexión partiendo de la muerte de dos hermanas nuestras, lo es para que asumamos la vida concreta y la ordenemos a una muerte que sea sellada como la muerte de los justos. Si urgimos a la acción y a trabajo responsable y creativo no lo queremos hacer sin el alma de esta acción que es la sabiduría de la vida.

Amigos, esto quiere ser solamente un puñado de reflexiones en torno a la muerte de dos hermanas nuestras, iluminadas por lo que acabamos de escuchar en las lecturas de la Biblia. Quieren ser una ayuda para que en la vida personal, en la vida familiar; en la vida de cada barrio o de cada pueblo, la Oración de San Francisco sea un programa de vida. Si las reflexionamos bien, exige de nosotros eso que el Año Santo nos viene repitiendo hasta el cansancio: “RECONCILIARSE Y RENOVARSE”. Pienso que si nosotros los adultos no concretamos esto en la vida de todos los días, nuestros niños recogerán una herencia distinta a la que dejan quienes mueren con el sello de la “muerte de los justos”.

Todavía tenemos muchas actitudes personales y grupales que son un anti- signo evangélico y por tanto la carencia de una verdadera “madurez de vida cristiana”. Quien en la vida rinde permanente culto al dinero, al poder, a la superficialidad de la moda, a la lujuria y al desprecio de sus hermanos más necesitados, difícilmente logrará llegar a una muerte como signo de vida y de paz.

Mientras tengamos la vida para administrarla, vivámosla recta y cristianamente. Si miramos así el último momento de nuestra existencia lo hacemos para sentirnos más comprometidos y responsables de cómo la vamos preparando personalmente y como pueblo.