Francisco en el G7

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 El Papa en el G7, voz de una humanidad oprimida

En Puglia, sur de Italia, de desarrolló una reunión en el que participan las siete economías más avanzadas del planeta, representantes de la Unión Europea, de países de otros continentes y de las grandes instituciones financieras. El tema principal fue el uso de la Inteligencia Artificial

Fuente: ACI Prensa

El Papa Francisco se trasladó este 14 de junio hasta la región de Puglia, en el sur de Italia, para participar en la cumbre del G7, un evento anual que reúne a líderes de las 7 economías más avanzadas del mundo.

A continuación, el discurso completo del Papa Francisco sobre la Inteligencia Artificial: “La inteligencia artificial es un instrumento fascinante y tremendo”.

Me dirijo hoy a ustedes, líderes del Foro Intergubernamental del G7, con una reflexión sobre  los efectos de la inteligencia artificial en el futuro de la humanidad.

La Sagrada Escritura atestigua que Dios ha dado a los hombres su Espíritu para que tengan  “habilidad, talento y experiencia en la ejecución de toda clase de trabajos” (Ex 35,31)”. La ciencia  y la tecnología son, por lo tanto, producto extraordinario del potencial creativo que poseemos los  seres humanos. 

Ahora bien, la inteligencia artificial se origina precisamente a partir del uso de este potencial  creativo que Dios nos ha dado.

Dicha inteligencia artificial, como sabemos, es un instrumento extremadamente poderoso, que  se emplea en numerosas áreas de la actividad humana: de la medicina al mundo laboral, de la cultura al ámbito de la comunicación, de la educación a la política. Y es lícito suponer, entonces, que su uso  influirá cada vez más en nuestro modo de vivir, en nuestras relaciones sociales y en el futuro, incluso  en la manera en que concebimos nuestra identidad como seres humanos.

El tema de la inteligencia artificial, sin embargo, a menudo es percibido de modo ambivalente: por una parte, entusiasma por las posibilidades que ofrece; por otra, provoca temor ante las consecuencias que podrían llegar a producirse.

No podemos dudar, ciertamente, de que la llegada de la inteligencia artificial representa una auténtica revolución cognitiva-industrial, que contribuirá a la creación de un nuevo sistema social caracterizado por complejas transformaciones de época.

Por ejemplo, la inteligencia artificial podría permitir una democratización del acceso al saber, el progreso exponencial de la investigación  científica, la posibilidad de delegar a las máquinas los trabajos desgastantes; pero, al mismo tiempo,  podría traer consigo una mayor inequidad entre naciones avanzadas y naciones en vías de desarrollo, entre clases sociales dominantes y clases sociales oprimidas, poniendo así en peligro la posibilidad  de una “cultura del encuentro” y favoreciendo una “cultura del descarte”. Este es el peligro.

La magnitud de estas complejas transformaciones está vinculada obviamente al rápido  desarrollo tecnológico de la misma inteligencia artificial misma.

Es precisamente este poderoso avance tecnológico el que hace de la inteligencia artificial un  instrumento fascinante tremendo al mismo tiempo, y exige una reflexión a la altura de la situación. En esa dirección tal vez se podría partir de la constatación de que la inteligencia artificial es sobre todo un instrumento. Y resulta espontáneo afirmar que los beneficios o los daños que esta conlleve dependerán de su uso.

Esto es cierto, porque ha sido así con cada herramienta construida por el ser humano desde el  principio de los tiempos.

Nuestra capacidad de construir herramientas, en una cantidad y complejidad que no tiene igual entre los seres vivos, nos habla de una condición tecno-humana. El ser humano siempre ha mantenido  una relación con el ambiente mediada por los instrumentos que iba produciendo. Vivimos una condición de ulterioridad respecto a nuestro ser biológico; somos seres  inclinados hacia el fuera-de-nosotros, es más, radicalmente abiertos al más allá. De aquí se origina nuestra apertura a los otros y a Dios; de aquí nace el potencial creativo de nuestra inteligencia en términos de cultura y de belleza; de aquí, por último, se origina nuestra capacidad técnica. La  tecnología es así una huella de nuestra ulterioridad.

Sin embargo, el uso de nuestras herramientas no siempre está dirigido unívocamente al bien.  Aun cuando el ser humano siente dentro de sí una vocación al más allá y al conocimiento vivido como  instrumento de bien al servicio de los hermanos y hermanas, y de la casa común (cf. Gaudium et spes,  16), esto no siempre sucede. Es más, no pocas veces, precisamente gracias a su libertad radical, la  humanidad ha pervertido los fines de su propio ser, transformándose en enemiga de sí misma y del planeta.

La misma suerte pueden correr los instrumentos tecnológicos. Solamente si se garantiza su  vocación al servicio de lo humano, los instrumentos tecnológicos revelarán no sólo la grandeza y la  dignidad única del ser humano, sino también el mandato que este último ha recibido de “cultivar y  cuidar” el planeta y todos sus habitantes (cf. Gn 2,15). Hablar de tecnología es hablar de lo que significa ser humanos y, por tanto, de nuestra condición única entre libertad y responsabilidad, es  decir, significa hablar de ética. No se puede separar una de la otra.

Pero la inteligencia artificial es una herramienta aún más compleja. Yo diría que es una  herramienta sui generis. Conviene recordar siempre que la máquina puede, en algunas formas y con estos nuevos medios, elegir por medio de algoritmos. Lo que hace la máquina es una elección técnica entre varias  posibilidades y se basa en criterios bien definidos o en inferencias estadísticas.

El ser humano, en  cambio, no sólo elige, sino que en su corazón es capaz de decidir. La decisión es un elemento que podríamos definir el más estratégico de una elección y requiere una evaluación práctica. Por esta razón, frente a los prodigios de las máquinas, que parecen saber elegir de manera independiente, debemos tener bien claro que al ser humano le corresponde siempre la decisión, incluso con los tonos dramáticos y  urgentes con que a veces ésta se presenta en nuestra vida. 

Condenaríamos a la humanidad a un futuro  sin esperanza si quitamos a las personas la capacidad de decidir por sí mismas y por sus vidas,  condenándolas a depender de las elecciones de las máquinas. Necesitamos garantizar y proteger un espacio de control significativo del ser humano sobre el proceso de elección utilizado por los  programas de inteligencia artificial. Está en juego la misma dignidad humana.

Precisamente sobre este tema, permítanme insistir en que, en un drama como el de los  conflictos armados, es urgente replantearse el desarrollo y la utilización de dispositivos como las  llamadas “armas autónomas letales” autónomas para prohibir su uso, empezando desde ya por un compromiso efectivo y concreto para introducir un control humano cada vez mayor y significativo. Ninguna máquina debería elegir jamás poner fin a la vida de un ser humano.

Poner de nuevo al centro la dignidad de la persona en vista de una propuesta ética compartida