Fiestas Patronales de Ntra. Madre de la Merced 2022

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Mensaje del Padre Mauricio Giménez

Hemos puesto como lema de estas fiestas patronales: “Caminando junto a María de la Merced, contemplamos el rostro del Padre”. En realidad, este lema trasciende las fiestas patronales de este año y son una invitación, a que, desde estas fiestas Patronales de 2022 y hasta las de 2023, pongamos nuestra mirada en el rostro del Dios Padre, sabiendo que debemos procurar seguir modelando una sinodalidad verdadera que nos haga compartir como hermanos de la mano de Nuestra Madre de la Merced, porque caminamos juntos con la mirada fija en el rostro bondadoso del Padre y vamos hacia la plenitud de su presencia.

Levantando la mirada para contemplar el rostro del Padre, nos descubrimos hermanos entre nosotros, miembros de una familia en la que estamos invitados a creer y crecer. Contemplando su rostro, descubrimos su inmensidad, que nos invita a asumir nuestra pequeñez, nuestra necesidad de ser contenidos, elevados y guiados: El rostro del padre nos hace experimentar la certeza de su amor por nosotros (Os 11, 3-4), a la vez que nos invita a extender lazos de amor y misericordia alrededor nuestro. Nos hace bien y nos humaniza profundamente, la confianza en que el amor del Padre es superior a cualquier dificultad que podamos atravesar. Él siempre estará allí para guiarnos, contenernos, perdonarnos, aconsejarnos y expresarnos su ternura sin límites, es una invitación seguir creyendo que es posible una humanidad nueva, renovada en Jesús, por el Espíritu Santo. ¡El Padre nos invita a ser familia! ¡A ser verdadera y plenamente hermanos! No nos hace bien, cuando vemos al otro, como alguien que Dios solamente creó, pero lo dejamos de reconocer como un hermano, como mí hermano. Nos hace bien, el descubrirnos hermanos por ser hijos del mismo Padre, nos hace bien la reconciliación y la unidad en la familia de los hijos de Dios. Por eso, Nuestra Madre de la Merced, nos invita a la fraternidad sinodal.

El Dios Trinitario es el Ser pleno, esto tiene como consecuencia, que Él es la vida plena, que encuentra el gozo, la paz y la alegría en esa existencia plena: es Amor. Ese Ser, es también, un Ser en comunidad, un Ser en y para el otro. El Padre es en el Hijo y el Hijo es en Padre y ambos son en el Espíritu Santo. Su Ser es fecundo, no egoísta: es el Ser que quiere dar el Ser: es Dador de Vida. De allí que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo hayan pensado y creado una humanidad que se les asemeje, una humanidad para el compartir, para el cuidado de los unos por los otros: una humanidad fecunda en el amor. El rostro
del Padre nos hace presente esa fecundidad, que es el gozo, la paz y la alegría de compartir y ayudar a que el otro sea plena y verdaderamente él mismo, con lo mejor que pueda sacar de sí mismo. En este sentido, Amor y Fecundidad se necesitan mutuamente, no es verdadero que exista amor sin fecundidad, porque el amor quiere la existencia, y la existencia plena y verdadera, la vida plena, en todo cuanto sea posible, en el presente y en la realidad de hoy, del que es amado. ¡El Padre nos llama a ser fecundos en el Amor! ¡A ser y ayudar a ser! ¡A dar vida y dar la vida! No nos hace bien el repliegue estéril sobre nosotros mismos, eso nos resiente y nos aísla, no nos deja ser ni hacer, y nos hace rechazar el ser y el hacer del hermano. Nos hace bien ser fecundos en el amor, darle el lugar al otro para que se exprese y pueda ser plenamente él mismo y sacar la mejor versión de sí mismo. Por eso, Nuestra Madre de la Merced nos invita a ser fecundos en
el amor, nos invita a la libertad de los que se saben amados.

El Padre engendra la Verdad, Él que es, es verdadero, es la Verdad misma, la plenitud no existe donde no se realiza la verdad, donde no se vive la verdad, donde la verdad no es dicha o es ocultada maliciosamente. Dios Padre, Es y, es como es, ha llamado al ser a las cosas como quiere que sean y nos ha llamado a la vida para que seamos como Él nos pensó. En toda su creación se manifiesta la verdad. No somos realmente nosotros mismos, hasta que, el Padre de la Verdad, nos ayuda a ver para qué fuimos llamados a la existencia, a entender cuál es nuestra verdad con relación a Él, nuestra verdad como comunidad humana, nuestra verdad como individuos y nuestra verdad en relación a la naturaleza. La verdad siempre será preferible a la mentira, a la deshonestidad o al engaño. La aceptación de la verdad, el decir la verdad, el vivir en la verdad puede ser, por momentos doloroso, pero siempre terminará engendrando paz. La mentira siempre terminará engendrando la violencia. ¡Estamos llamados a vivir en la Verdad que nos trae la Paz! (Jn. 14,6. 27). No nos hace bien cuando mentimos, engañamos o somos deshonestos, aunque creamos que lo hacemos con una intención buena o justa, porque eso termina haciéndonos violentos, la mentira para sostenerse necesita de la violencia. Nos hace bien y nos trae paz, la puerta más estrecha de la Verdad. Por eso, Nuestra Madre de la Merced nos invita a vivir en la verdad, a amar la verdad y a jugarnos por ella.

Esa experiencia de gozo y plenitud por la existencia verdadera, esa experiencia de fecundidad, esa experiencia de paz: provoca un éxtasis, un salir de sí mismo, es la fuente de la que surge la alegría, la alegría es la manifestación de una vida plena y verdadera que no conforma en quedar encerrada en sí misma, sino que quiere compartir y donarse. Nuestro Dios Trinitario ha querido ir más allá de sí mismo: Es Creador, de la nada ha llamado a la existencia al mundo y a la humanidad, y esto es para Él, el motivo de una gran alegría. El Padre se alegra por su creación y especialmente por nosotros, a quienes ha querido a su imagen y semejanza. Él no es un Dios triste que se siente defraudado por sus hijos que se portan mal, en Él, Ser y Ser Alegre coinciden plenamente, Él es la plenitud de la alegría y, si nos llama a la conversión, es precisamente, porque quiere que participemos de esa plenitud (Lc 15). Faltamos a la Verdad, y a la verdadera fe, si creemos que, para estar en la presencia de Dios, primero debemos adquirir una cara y un corazón lleno de amargura, tristeza o sufrimiento, que el Padre es solamente el Dios al que recurro en las amarguras de la vida y con el que no podría compartir mis alegrías porque puede quitármelas, o que vivimos en la presencia de un Padre que es duro, recto, incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, e incapaz de experimentar alegría, la verdad es que: ¡Él es la Alegría misma! Él nos invita a la alegría y Él mismo se alegra con y por nosotros (Sof. 3, 17). En medio de las dificultades y dolores que, inevitablemente forman parte de nuestra vida (pero que no son el todo de nuestra vida), estamos llamados por el Padre a contemplar su rostro y descubrir en Él, el motivo de nuestra alegría más grande. No nos hace bien, si fomentamos que una amargura y una tristeza buscada y consentida, se arraigue en nuestro corazón. Nos hace bien la serena alegría que brota de un corazón que se sabe llamado a la plenitud de la alegría de Trinitaria.

Nuestra Madre María de la Merced es quien mejor ha comprendido esto, por eso puede cantar alegremente: “Mi alma canta la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque Él miró con bondad la pequeñez de su servidora, en adelante todas las generaciones me llamarán feliz”. (Lc. 1, 46-48). Por eso, Nuestra Madre de la Merced nos invita a la alegría en el amor a la Santísima Trinidad y a los hermanos.

Queridos hermanos: ¡De la mano de María de la Merced, contemplemos el Rostro del Padre y caminemos juntos hacía Él con alegría! Por último, quisiera que compartamos una oración de Charles de Foucauld, que he modificado levemente, teniendo en cuenta el modo de
dirigirnos al Padre que usó Jesús y que está testificado por san Pablo:

Dios Abbá,
me abandono a Vos.
Haz de mí lo que quieras.
Por todo lo que hagas de mí, te doy gracias,
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas,
no deseo nada más, Dios y Padre mío.
Pongo mi vida en Tus manos.
Te la doy, Papá Dios,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo,
y porque para mí amarte es darme,
entregarme en Tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Vos sos mi Papá. Amén